jueves, 24 de diciembre de 2009

Fragmentos de "Cómo la vida imita al Ajedrez"

INNOVACIÓN


Y UN NIÑO NOS GUIARÁ

En 1985, yo tenía veintidós años y acababa de ser coronado con el título mundial de ajedrez. Uno de los beneficios de mi nuevo estatus era la posibilidad de obtener un primitivo ordenador personal, uno de los pocos que había en Bakú, mi ciudad natal. No se podían ha­cer grandes cosas con él por lo que recuerdo, pero aun así me pare­ció fascinante. Un día recibí un paquete por correo de un descono­cido llamado Frederic Friedel, un aficionado al ajedrez y autor de textos científicos que residía en Hamburgo, Alemania. Me enviaba una carta de admiración, y un disquete con varios juegos de ajedrez, incluido uno llamado Hopper.

Los juegos de ordenador aún no eran el fenómeno en el que se han convertido en Estados Unidos, y yo acepté aquel nuevo reto con entusiasmo. Admito que durante las semanas siguientes dediqué gran parte de mi tiempo libre a practicar con el Hopper y a conseguir cada vez puntuaciones mejores.

Al cabo de unos meses viajé a Hamburgo para un torneo de aje­drez y me ocupé de localizar al señor Friedel en su casa de las afue­ras. Conocí a su esposa y a sus dos hijos, Martin de diez años y Tommy de tres. Me hicieron sentirme como en casa y a Frederic le encantó enseñarme los últimos logros en su propio ordenador. Con­seguí sacar a relucir en la conversación que había superado por com­pleto uno de los jueguecitos que me había enviado.

—Sabe usted, soy el mejor jugador de Hopper de Bakú —le dije, omitiendo la total inexistencia de competidores.

—¿Qué puntuación máxima ha conseguido? —preguntó él.

—Dieciséis mil —repliqué, un poco sorprendido al ver que aquella extraordinaria cifra le dejaba imperturbable.

—Impresionante —dijo Frederic—, pero en esta casa no es una puntuación muy alta.

—¿Cómo? ¿Usted la supera? —pregunté.

—No, yo no.

—Ah, vaya, Martin debe de ser un genio de los videojuegos.

—No, Martin no.

Vi la sonrisa en la cara de Frederic, y me quedé hecho polvo al comprender que el campeón del Hopper era su hijo de tres años. No podía creerlo.

—¡No me diga que es Tommy!

Mis temores se confirmaron cuando Frederic acompañó a su hijo menor al ordenador y nos sentamos a su lado mientras él abría el videojuego. Como yo era el invitado, me dejaron jugar primero; me es­forcé para la ocasión y conseguí 19.000 puntos, mi récord personal Pero fue una victoria efímera; hasta que le llegó el turno a Tommy.Yo apenas conseguía ver sus deditos, que no tardaron en llegar a los 20.000 puntos y luego a los 30.000. Pensé que debía acep­tar la derrota, antes de quedarme allí sentado mirando hasta la hora de la cena. Mi causa era claramente una causa perdida.

Mi amor propio encajó mejor que me ganara un crío al Hopper que cualquier derrota contra Anatoli Karpov, pero aun así me dio que pensar. ¿Cómo iba a competir mi país contra una generación de pequeños genios educados en Occidente? Allí estaba yo, una de las po cas personas de toda la Unión Soviética que tenía un ordenador, un niño de guardería me daba una paliza. ¿Y qué implicaciones tenía aquello para el ajedrez? ¿Qué pasaría si pudiéramos archivar y estudiar partidas de ajedrez en nuestros PC como escribíamos cartas guardábamos documentos? Aquella sería un arma poderosa, y yo no podía ser el último en tenerla.

Pero mi primera oportunidad de emplear lo que había aprendido de aquella lección no tuvo nada que ver con el ajedrez. Cuando firmé un acuerdo de patrocinio con la compañía de ordenador: Atari, conseguí como pago cien máquinas, que llevé a un club juvenil de Moscú, el primero de esas características de la Unión Soviética. No podíamos quedarnos en la Edad de Piedra, mientras Tommy y sus compañeros de dedos ágiles conquistaban el mundo.

También tuve la oportunidad de discutir el otro aspecto de 1a cuestión con Frederic. Cómo convertir un ordenador doméstico en una herramienta ajedrecística. Nuestras conversaciones derivaron en la creación de la primera versión de ChessBase, nombre que hoy día es sinónimo de software profesional de ajedrez, gracias a la compañía del mismo nombre de Hamburgo, de la que Frederic fue cofundador. ChessBase fue el resultado de sumar la innovación al seguimiento constante de las tendencias y las posibilidades. (Y aunque Martin y Tommy no han conseguido dominar el mundo hasta la fecha, ambos son diseñadores y programadores informáticos profesionales de éxito.)

LOS ORDENADORES DESARROLLAN UN JUEGO HUMANO

Aunque presentí la importancia de disponer de una herramienta como una base de datos de ajedrez, no fui capaz de ver el potencial de otro aspecto de la influencia de la informática en el juego. Pese a ello, cuando lo recuerdo, es duro ver que podía haber previsto el im­pacto que los «artilugios de juego», el término para denominar los programas, tendrían en el ajedrez. Los programas y las máquinas de ajedrez eran casi ridiculamente rudimentarias en la década de 1980. Todos comprendíamos en cierto grado que evolucionarían más, y que acabarían por superar incluso al campeón del mundo, pero po­cos consideraron lo que significaría para el deporte en un sentido más amplio.

Quizá disculparían mi infravaloración del potencial de esas má­quinas si hubieran estado presentes en el torneo de Hamburgo de 1985 en el que participé. Jugué contra treinta y dos ordenadores de ajedrez distintos, todos a la vez, lo que llamamos una exhibición simultánea. Me paseé de uno al otro realizando mis movimientos durante un pe­ríodo de más de cinco horas. Las cuatro marcas líderes habían envia­do sus mejores modelos, incluyendo ocho de Saitek que llevaban mi nombre. El hecho de que a nadie le sorprendiera demasiado mi vic­toria, con una puntuación de 32 a O, es una muestra del nivel del aje­drez por ordenador de aquella época, pese a que pasé por un mo­mento bastante incómodo.

Hubo una partida en la que me di cuenta de que me estaba me­tiendo en problemas, y fue contra un ordenador modelo «Kasparov». Si aquella máquina se apuntaba una victoria, o conseguía tablas, la gente diría inmediatamente que me había dejado ganar la partida para hacerle publicidad a la empresa, de modo que tuve que redoblar mis esfuerzos. Finalmente, encontré una forma de engañarla a costa de un sacrificio que la máquina debería haber rechazado. Ah, aque­llos tiempos cuando jugaba con ordenadores...

En la actualidad, por cincuenta dólares puedes comprar un pro­grama ChessBase para PC, como Fritz o Júnior, que pulverizará a la mayoría de los grandes maestros. En 2003 jugué contra las nuevas versiones de estos programas que funcionan con enormes, aunque disponibles comercialmente, servidores de multiprocesador; partidas en serio; una sola partida cada vez, por supuesto. En ambos casos, quedamos empatados. Muchos observadores y programadores predi­jeron ya hace décadas que ese día llegaría de forma inevitable. Pero ninguno comprendió las ramificaciones de disponer de un super-GM en un ordenador portátil y concretamente lo que ello significa­ría para los jugadores profesionales.

La proliferación de las máquinas provocó predicciones, como so­bre la cantidad de gente que perdería el interés por el ajedrez, dignas del juicio final. Otros dijeron que los ordenadores encontrarían una fórmula matemática para ganar desde el principio de la partida. Nin­guna de esas lúgubres predicciones se ha cumplido, ni se cumplirá nunca. Pero ha habido muchas consecuencias imprevistas, tanto nega­tivas como positivas, a la rápida proliferación de potentes software de ajedrez.

A los niños les encantan los ordenadores y juegan con ellos con toda naturalidad, de modo que no es sorprendente que suceda lo mismo si combinamos ajedrez y ordenadores. La aparición de un software superpotente hizo posible que un jovencito tuviera un con­trincante de primer nivel en casa, sin necesitar un preparador profe­sional que le iniciase. Países con poca tradición ajedrecística y con pocos preparadores disponibles pueden producir genios, y lo han hecho.

El masivo uso del análisis por ordenador ha impulsado el propio juego en muchas direcciones. A la máquina no le interesa el estilo, ni las pautas establecidas por teorías centenarias. Suma el material, ana­liza miles de millones de posiciones, y suma de nuevo. Carece totalmente de prejuicios y doctrinas, y ello ha contribuido al desarrollo de jugadores que prescinden de los dogmas casi tanto como las má­quinas con las que practican.

En el juego moderno, el lema es: «En­séñame». Cada vez más, un movimiento no es bueno o malo porque lo parezca o porque no se haya hecho nunca de esa forma. Simple­mente, si funciona es bueno, y malo si no funciona. Aunque segui­mos necesitando de la intuición y de la lógica en gran medida para jugar bien, los humanos empiezan a jugar más como ordenadores.

LAS IDEAS SON UN REFLEJO DE LA SOCIEDAD

Esta es tan solo la última fase del desarrollo de un juego antiguo. El ajedrez ha evolucionado muchísimo a lo largo de los siglos. La mo­derna versión europea del ajedrez —que no hay que confundir con el shogi y el xiangqi, llamados a menudo ajedrez japonés y chino res­pectivamente— debe de ser el juego popular de la actualidad cuyas reglas escritas son las más antiguas. Solo con un poquito de imagina­ción podemos trazar un paralelo entre su evolución y la de los co­nocimientos de la humanidad.

El hecho de que el primer juego intelectual de Occidente sea un reflejo de la sociedad en muchos aspectos no debería sorprender­nos. Se han establecido paralelismos similares con las bellas artes, la música y la literatura. Los primeros grandes jugadores surgieron en Italia y en España, en pleno Renacimiento. Lucena, autor del manual del juego de ajedrez más antiguo que se conserva, estudiaba en la Universidad de Salamanca cuando escribió su libro en 1497. En él documentaba la transición des las primitivas formas del juego a las normas modernas, que apenas han cambiado en un período de 500 años. España es también el lugar donde la reina expandió su poder —en el juego antiguo era una pieza débil, mientras que en el ajedrez moderno es, con diferencia, la más poderosa. En 2005, nuevas y más detalladas investigaciones demostraron que esa fundamental transfor­mación se produjo en Valencia a finales del siglo xv, y rápidamente se extendió por el resto del mundo.

El primer gran maestro, el francés Francois André Danican Philidor, que intentó elaborar una teoría del juego posicional vivió en la época de la Ilustración y del racionalismo filosófico. Incluso su me­morable afirmación «Los peones son el alma de la partida» se consi­dera como un inquietante anuncio de la Revolución francesa.

En la primera mitad del siglo xix, el ajedrez se modeló en fun­ción de la realidad geopolítica y fue escenario de continuas batallas por la supremacía entre Francia y Gran Bretaña. Hacia mediados de siglo emergió un legendario jugador de ataque alemán, AdolfAnderssen. Su espectacular y temerario estilo de juego sacrificial ejem­plifican el triunfo de la mente sobre la materia. Como ya hemos vis­to, solo fue superado, y por muy poco tiempo, por el meteorice norteamericano Paul Morphy. En solo dos años, 1857-1858, Morphy irrumpió de pronto en la escena con una enérgica combinación de pragmatismo, agresividad y precisión de cálculo que personificaba las características de su país, y se convirtió en el primer campeón del mundo norteamericano de manera inapelable.

El primer campeonato del mundo oficial se celebró en 1886 en Estados Unidos. Esa pequeña anécdota a menudo sorprende a los norteamericanos, que en su mayoría no consideran al ajedrez un auténtico deporte. De hecho, muchas pruebas para el primer campeonato del mundo se celebraron en Estados Unidos, y atraje­ron a bastantes patrocinadores, además de la atención de la prensa nacional. Se llegó a apostar la fabulosa suma de dos mil dólares por cada jugador, una cantidad doscientas veces mayor que el salario semanal medio de la época. Aquel primer campeonato legendario viajó de Nueva York a Saint Louis y a Nueva Orleans, la ciudad na­tal del gran Morphy, que acababa de morir. Los competidores eran los máximos exponentes tanto de la vieja como de la nueva escue­la de juego. Johann Zukertort representaba el juego de ataque de la edad romántica, mientras que Wilhelm Steinitz era el primero en desarrollar la maestría posicional.

La decisiva victoria de Steinitz fijó un modelo para los jugado­res futuros y selló definitivamente el ataúd de la época romántica. El primer campeón mundial siguió adelante con sus nuevas teorías sobre el dogma posicional. Debe decirse que en ocasiones demasiado rigurosa.

El ajedrez dio el paso siguiente con la escuela hipermoderna. posterior a la Primera Guerra Mundial. Iconoclastas como Aaron Nimzowitsch y Richard Reti desafiaron los conceptos tradicionales del juego clásico que fijaron sus antecesores. El siguiente símbolo vi­viente fue Mijail Botvinnik, símbolo del estilo soviético de frialdad científica. En 1972, Bobby Fischer fue, como Morphy, una breve y potente explosión de individualismo americano que hizo temblar al mundo e impulsó al ajedrez a un nuevo nivel.

La etapa actual del ajedrez, llamada moderna o dinámica, o computarizada, es la máxima representación de la exitosa aniquila­ción de las «grandes mentiras» y los mitos del siglo xx. Los dogmas ideológicos estrictos han quedado atrás, así como las doctrinas anti­cuadas sobre el tablero. Sigue habiendo tendencias, pero la única re­gla auténtica hoy día es la ausencia de reglas. Examinemos la actua­lidad del mundo que nos rodea, y el dinamismo que lo impregna todo, desde la tecnología de la información hasta los transportes y la guerra. ¿Quién puede decir que el ajedrez no imita la vida?

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